Por qué no puedo ser poeta.





Por lo mismo que no puedo ser casi nada

de todas las muchísimas cosas que el mercado identitario ha tenido en bien para ofrecerme.



“Bravo, poeta”

pero yo no puedo ser poeta.



Me gustaría a lo sumo, ser tu poeta

para que me fetichizases

para que me exprimieras, me utilizases y luego me dejaras

borracho de palabras

asonantes

con la camisa mal abrochada y regresando solo a mi casa haciendo eses.



Te lo reconozco me pondría mucho esto

pero

yo no puedo ser poeta.



¿Quién coño es poeta?



Yo veo poeta

a aquel maricón que le amenazan pero que no se calla

a aquel del pelotón que da un paso al frente

y le pega una patada

al vencedor que dispara, y que más tarde será quien nos dé el testimonio y quien le ponga su nombre a tal histórica batalla.



Porque al final, por mucho que el poeta juegue

por mucho que le dé una y otra vez, y venga que dale a la palabra.

Quien pone nombre, al final, es la RAE.

Quien pone el nombre, es el que dispara.



Pero es que a estas alturas,

¿Quién coño se considera poeta?



Quienes no le temen a la melancolía, puede.

Quienes dan la bienvenida al desastre

(casi-casi como que lo esperan)

seres pretenciosos que intentan sonar al mismo ritmo que las campanas

que las nubes

que los árboles del parque

que un suspiro suave

incluso que el fusil de aquel que disparó al poeta.



Y yo no, yo no puedo ser poeta



porque para ello lo primero que tendría que poder hacer

es aprender a quedarme quieto.

Y eso no sé hacerlo.



Soy más rollo activista, ansioso, militante, de estrés postraumático, hipersensible, hiperreactivo, pedante, sobreleído, sobrevivido, romántico, decimonónico, pintorcillo. No poeta.



Hay que saber parar, para ser un buen poeta.

Hay que funcionar a un ritmo en que te dé tiempo a pensarte bien las cosas.

Que te dé tiempo a sonar bien, y que después,

encima

el aplauso no te joda.

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