Chantal.

Los lugares nos quitan y nos dan su fuerza. 

Quise volver a divisar mis propias murallas, mi ciudad interior, y derrumbar de nuevo sus almenas demasiado fortificadas. Quise sondear sus pozos de agua clara demasiado resguardados, abrir brechas en las torres demasiado erguidas, quebrantar sus bastiones, embestir sus puertas, violentar y escandalizar a sus habitantes. Todo estaba tan tranquilo, tan protegido, que empezaba a dar asco.

Las ciudades interiores se edifican alrededor del centro llegando a menudo a ocultarlo por completo. Nos asentamos en ellas, y nos dormimos. Las ciudades interiores son ciudades-dormitorio, ciudades-balneario, ciudades-fábrica, ciudades-estante u otras, ciudades que nos mecen, nos apremian, nos consuelan, que siempre, de mil maneras, nos confirman. Su material de construcción es el hábito. Reconocer es la consigna.

Por eso, para que tiemble la habitante de la ciudad interior, es menester destrozar el paisaje y quebrantar las costumbres, confundirle hasta que el cansancio le derrumbe, hasta que se quiebren sus planteamientos más sólidos, sus más estoicas propuestas, se disuelvan sus expectativas más remotas y su paciencia, y el ánimo más severo se contraiga ante la perspectiva de un nuevo combate.

Arrasar las ciudades interiores es función del enemigo, aquel que posee la fuerza del vacío, el único capaz de convertirnos en lugar de fuerza. Pactar con el enemigo es ya, casi, obtener la victoria.

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