Antonia.

Hay cosas que te pasan que luego se pasan y todo sigue como seguía hasta entonces.
Hay cosas que te pasan que le dan una hostia a todo lo de antes
y muchas cosas se (te) rompen
y empiezas desde muchos ceros tus cuentas nuevas.

Después de 72 horas sin casi ver la luz que debe existir más allá de la planta de oncología, tu cuerpo está cansado, tu mente está colapsada, tus sentidos están a modo niebla con llovizna. Duele, todo duele, el dolor se expande y se hace extrarradio y no sabes concretar desde dónde ni hasta cuándo ni por qué.
Llega la noche-de-antes-de y te quedan pocas fuerzas y recursos para sentirte una pieza útil y pragmática entre toda esa estructura que se viene abajo. Esa estructura que es tu familia genética. Esa familia.

Es la hora de la despedida y aunque logras aguantar durante reglamentarios cinco minutos, al final el pánico se te escapa de las manos y te derrumbas. Lloras, sin parar, como algo inconsolable, como algo irremediable que se escapa, nadie más llora, sólo tú lloras y te vuelves a encontrar como esa pieza que dificulta y no quieres que tu madre te vea llorar pero no puedes sostenerlo y ella lo ve y la pides perdón y la vida entera se te para.

Al final sólo tu hermano y tu padre acaban cogiendo el autobús. Tú te quedas toda la noche abrazadx muy fuerte a ella, te sientes incapaz de soltarla, incapaz de cerrar los ojos, como si fuera a desaparecer en cualquier momento en que te descuidaras. Ella te tranquiliza, te hace entender que siempre estará dentro de ti, todas esas cosas a lo Mufasa. Ambas comprendéis que si por la mañana ella muriera, tú siempre sabrías que necesitabas esa despedida. Que ese autobús, no era para ti.

La muerte no se parece a ninguna otra cosa. No tiene un color similar a nada más.
Es de un oscuro opaco, inerte. Es fría y su sonido es de un silencio tan alto que ensordece. Da mucho miedo y necesitas mucho a la gente. Si no tienes la suerte de que nadie te recuerde lo contrario te hace creer que estás sola.

Eran las seis cuando aún no había amanecido y el celador llamó a la puerta.

Esa noche vimos juntas Antonia.

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