Diario rápido del acompañar en terapia.
Llego. Llegas. Nos sentamos. O no, no nos sentamos. Hacemos algo distinto.
Llego. Llegas. Ni yo sé ni tú sabes a dónde llegaremos.
Y estamos frente a frente mientras tanto.
Te miro. Me miras. Suceden cosas. O no, no sucede nada, y entonces, es eso justo lo que sucede: La Nada.
Das vueltas, te mareas, me mareas, le doy la vuelta al mareo, y tú lo rodeas y yo me voy contigo a dar una vuelta por tus rodeos.
Y ruedas, y ruedas, y ruedas.
Y yo te dejo. Sé que esa es exactamente la manera en que me estás dejando conocerte, y en que mientras, por dentro, tu instinto de supervivencia se tensa y destensa y te preguntas una y otra vez si acaso seré yo alguien que te inspire confianza.
O si se te aparecerá en mí la/s persona/s que un día te la traicionaron.
Puede que lo que crees ver en mí te guste, puede que no. Por dentro te vas ordenando y ahí te decides si te vas o te quedas.
En general, casi siempre, al final te quedas.
Algo dentro tuyo sin que te des cuenta se suelta. Y abres. Y entras. Y te quedas.
Y ahí es cuando empieza la verdad. Tu verdad. Ahí es cuando la realidad se muestra, y coge forma, y se despliega.
Yo lo vivo como magia, casi siempre. Tú lo vives de tus miles de sensaciones y maneras.
Es la confianza. La confianza.
Es el pequeño detalle de grandeza humana, la que
me regalas cada vez que empezamos un nuevo viaje de sombras y de luces. De vomitar las palabras que te arañaban el cuerpo. Que te rompían del quien tú eras.
Y se termina. Se acaba nuestro tiempo. Y nos despedimos.
Y tú te vas, pero,
una parte de ti, y de mí, creeme: ya para siempre se queda.
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