Castora.



Mi abuela no jugó ni fue a la escuela, tenía que dejar antes bien limpios los zapatos de sus 10 hermanos y ya no le daba tiempo. Ellos acabaron ingenieros. Le gustaban los boleros y las coplas en la radio, ver la misa retransmitida de los domingos, ir a los toros en fiestas mayores y quedar para jugar a la brisca con sus amigas; y le daba miedo los ruidos, la noche, los rojos y las gitanas. Daba unos abrazos y unos besos impresionantes, te retumbaba la cara según entrabas por su puerta. Su padre le pegaba una paliza cuando llegaba tarde a la mesa. Siempre me veía más alta que la semana pasada, una vez me lo dijo con 23 años. Gritaba mucho por las noches atada a la cama, atiborrada a pastillas. Hacía filetes empanaos con ajito y sopas de arroz y palitos de cangrejo cuando yo iba a verla. Decía que yo era un tesoro, que más lista que el hambre, más maja que las pesetas, más buena que el pan. Nadie le llamó para decirle que la madre a la que cuidó hasta el final había muerto. Nadie le dio las gracias por haber sido una esclava. Ella quería que yo fuera feliz, y que nunca jamás tuviera hijxs. Me quería mucho, mucho, en su forma de querer, y yo a ella en la mía. Escribo porque ahora mismo no sé si ya se ha muerto, y lloro y me duele el pecho. Y yo quisiera cantar juntas su temazo preferido. Y la echo tanto de menos.



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